El 7 de marzo de 2017, hace ahora un año, moría mi padre en Vigo, la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida. Rubén Losada Fernández había nacido noventa y siete años antes en Buenos Aires. Fue el cuarto y último hijo de Encarnación Fernández y Benjamín Losada, ella originaria de la aldea de Espandariz y él de la muy cercana de San Clodio, ambas en la provincia de Lugo, que se conocieron y casaron en la capital argentina. Regresaron con sus hijos a España hacia 1921 y después de un intento de volver a afincarse en San Clodio, que no resultó satisfactorio, se trasladaron a Vigo, donde Benjamín, que había trabajado en la hostelería en Buenos Aires, se desempeñó como empleado del Café Bar Derby, como encargado del Lyon D’Or y como encargado del Café Royal, situado en el arranque de la calle Urzáiz, no lejos del Derby.
En torno al año 1934, Benjamín Losada se quedó como dueño del Café Royal, el cual cambiaría de nombre posteriormente -el por qué es historia que contaré si acaso otro día- para llamarse Café Bar Goya. Rubén, que estaba estudiando en el Instituto -ubicado en el colegio de los Jesuitas, en la calle Sanjurjo Badía, tras la disolución de la compañía de Jesús en la II República-, tuvo que dejar los estudios para ayudar en el negocio familiar. Poco después del estallido de la guerra civil, Benjamín envío a su hijo mayor, Gilberto, a la Argentina, donde se quedaría ya para siempre. En 1947, Rubén aprovechó una oferta del consulado argentino para marcharse también allá, su lugar natal, donde trabajaría como mecánico de coches, jeeps o camiones. Regresó tres años más tarde, quedándole de aquella experiencia, entre otras cosas, una admiración sin límites por la riqueza y el bullicio de la metrópoli bonaerense y una cierta admiración por Perón.
Se casó con Pilar Fernández Rodríguez en 1953. Para entonces, ya había acometido algunas reformas en el café bar Goya, que permitirían transformarlo, andando el tiempo, en la primera gran cafetería moderna de la ciudad. Se convirtió, tanto por su ubicación céntrica como por la calidad de sus productos, en lugar de encuentro preferido de muchos vigueses, y cuando cerró el Derby, hacia finales de la década de los 60, también se mudó al Goya parte de la clientela de artistas, escritores e intelectuales que tenía el viejo café de don Albino Mallo, entre ellos, el pintor Laxeiro.
Fue unos años antes cuando Rubén fue detenido por la policía política. En junio de 1962 para ser exactos. El motivo fueron unas octavillas que él y cuatro amigos suyos, clientes del Goya, habían lanzado por las zonas industriales de Vigo, durante la noche, llamando a una huelga para reclamar que se readmitiera a los trabajadores despedidos de la fábrica Reyman. Para ese lanzamiento, mi padre usó su coche, un Seiscientos, matrícula PO 18.663, tal como recoge la sentencia, una copia simple de la cual pondré luego en imagen. (Al topar con la copia de la sentencia he vuelto a recordar aquella matrícula que me supe de memoria durante muchos años.)
Sobre los detalles y los protagonistas de aquella acción, que fueron comentados multitud de veces en la familia, baste decir ahora, basándome en el testimonio de mi padre, que la iniciativa surgió de manera espontánea en las conversaciones en el Goya entre ellos, que ninguno de los implicados era militante comunista ni simpatizaba con el comunismo (en aquel entonces no lo sabían, pero uno de ellos, sí era del PCE), y que les pareció lógico y natural hacerlo, sin que les pasara por la cabeza (no a él, al menos) que podían incurrir en algún delito grave.
Cómo llegaron a identificarlos y a detenerlos con tanta rapidez es historia menos clara, siempre a tenor de lo que contaba mi padre. En algún momento nos contó que le habían identificado por el coche e incluso por las huellas de los neumáticos de aquel Seiscientos histórico, pero creo que esa fue la versión para los niños que éramos nosotros. Otra versión posterior rezaba que uno de los participantes, ingenuo hasta el final, se lo confesó a un policía amigo o conocido suyo, cuando éste le dijo que habían encontrado las octavillas y se preguntó quiénes habrían sido los autores. La tercera versión es que habían pillado a uno del grupo, quizá por sospechar ya de él, y éste, en comisaría, y a golpes, había cantado.
Más seguro que todo esto es lo que contaba mi madre sobre cómo informó la Pirenaica, la emisora clandestina del PCE, que ella escuchaba a veces, de la detención. Dijeron que habían detenido a una célula comunista en Vigo. Lo que faltaba para fastidiar a los detenidos. La paradoja era que mi padre no fue nunca comunista, sino anti comunista, pero aquella detención y los meses de cárcel que sufrió, bastaron para que en la ciudad mucha gente creyera que lo era. Fue, en realidad, el único de la familia que, llegada la democracia, no votaría nunca a partidos de izquierda. Era uno de esos amigos de la libertad, contrarios a la dictadura franquista, y contrarios también al comunismo, que según las historias que suelen contar de la época, eran unas rara avis en España, aunque mi padre sostenía que así era la mayoría de la gente entonces.
Recuerdo la llegada de un policía a nuestra casa, en la calle Ecuador, número 113, segundo piso. Era, al parecer, un policía al que mis padres conocían, tal vez por ser cliente del Goya, pero tengo grabada la escena de mi madre abriendo la puerta de casa por la sensación de angustia o pesadumbre o incertidumbre que capté en ella cuando llegó la visita. Supongo que se trataba de un registro, pues el policía entró -excusándose, según contaría luego mi madre- para ver si había algo comprometedor en la casa, algún libro prohibido, por ejemplo.
Es probable que mi madre supiera ya de la detención, porque Rubén no había llegado a casa, como llegaba todas las noches, después del cierre del negocio, cosa que ocurría a las tres o más de la madrugada. A los pocos días, nos trasladamos a casa de mis abuelos, en la calle Gil, justo detrás del Goya, donde pasamos prácticamente el verano. Recuerdo que aquel verano, alguna vez, fuimos ella y nosotros, sus tres hijos, a la parte de atrás del edificio de los Juzgados, donde estaba la cárcel, y desde la calle, vimos a nuestro padre que nos saludaba desde una de las ventanas de la prisión. Es posible, pero no estoy segura, que nos tirara desde allí arriba alguna nota escrita. La cárcel estaba entonces en el centro de la ciudad, muy cerca del Goya.
En septiembre, el día de la Merced, nos dejaron entrar a verle a mi hermano y a mí. Mi hermana era aún muy pequeña y no fue. La visita a la cárcel de Vigo fue una de las experiencias más extrañas de mi vida infantil. Mi padre nos enseñó la cárcel como si fuera un hotel y con el tono vital y optimista que solía tener, aunque mucho más adelante sabríamos que estaba profundamente angustiado, pues había temido que lo sometieran a un consejo de guerra y también temió que le retiraran el permiso de residencia o nacionalidad española que tenía, junto a la nacionalidad argentina, y le obligaran a salir del país.
Durante la visita nos llevó a su celda y nos mostró las pocas cosas que había allí, un catre, una mesita, el váter, lo que fuera, como si se tratara de grandes inventos y comodidades. Luego nos llevó por distintas dependencias de la prisión, de las que sólo recuerdo el patio y un poco la cocina. Fue en el patio, al ver a los presos vagando por allí con cara de pocos amigos, donde tuve la sensación de que aquello no era el hotelito estupendo que mi padre nos estaba contando. En la cocina no me fijé en el techo, que según contaría después mi padre, estaba negro de las cucarachas que había en él. También contaba que en la cárcel le encargaron que les enseñara a leer o les leyera a otros presos, y que el relato favorito de estos, era uno que aparecía en un Reader’s Digest sobre algún gran robo (no pudo ser el robo del tren de Glasgow porque sucedió un año después, en agosto de 1963). Fuera el que fuese, la narración del robo compendiada en el Reader’s era la que los presos querían oír una y otra vez. Cosas del oficio.
La sentencia, de la Audiencia Provincial de Pontevedra, del 19 de abril de 1963, los condenó a él y a los otros cuatro por un delito de provocación a la sedición, a la pena de dos meses y un día de arresto mayor. Pero ya habían pasado en la cárcel, en prisión provisional, más tiempo (desde el 8/9 de junio hasta el 2/3 de octubre de 1962). Tal vez por ese motivo, mi padre decía siempre que los habían absuelto y que incluso el fiscal los había defendido durante el juicio, esto es, salió del juicio con la impresión de que habían ganado. Pero no, fueron condenados, como se ve en la copia de la sentencia, dos páginas, que pongo aquí.