De las noticias sobre la Ordenanza de Convivencia en los Espacios Públicos que prepara el Ayuntamiento de Madrid, infiero que ha de ser un compendio de reglamentos y normas que andaban sueltas. Es decir, supongo que ya estaba prohibido en alguna parte que se arrojara basura en la calle o se pudieran hacer las necesidades en la vía pública. ¿O no? Porque aparte de la tontada de examinar a los músicos callejeros y algún que otro exceso de celo, el común de las normas parece tan de cajón que lo raro es que haya que establecerlas ahora.
Por eso mismo, porque supongo que la mayoría de las normas ya existían y pese a ello muchas se incumplen sin que haya consecuencias (tanto en Madrid como en otras ciudades) tengo poca confianza en que esa Ordenanza sirva para algo más que para crearle al ayuntamiento capitalino una fama de autoritario.
El diario británico The Independent ha recurrido, cómo no, a la comparación con la época de Franco, en concreto a una ley de 1948 que a saber que aplicación tuvo entonces y de la que me temo que no se acuerdan ni los más viejos de entre nosotros. Sorry, pero el Independent tiene un ejemplo mucho más actual de normas de conducta en las ciudades, lo que en tiempos de mis abuelos se llamaba “urbanidad”, y se llamaba así por algo, llevadas al más estricto de los extremos. De Singapur hablo, que fue además dominio británico. Ahí se llegó a prohibir el chicle. Y es conocido el caso de un joven estadounidense que fue condenado a varios latigazos por hacer un grafiti. Sucedió en los noventa y la intervención de Clinton sólo logró que el número de latigazos se redujera un poquito.
Recuerdo en alguna ciudad suiza, allá por los ochenta, los cartelitos que anunciaban las multas por escupir o arrojar un papel en la calle. Así que no era sólo por un civismo innato de los suizos que las urbes estaban modélicamente limpias. Pero, en fin, si la norma de normas es no prohibir, prohibido prohibir y tal, sigamos acostumbrándonos a convivir con la porquería.
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El 12 de Octubre a las 12 en la plaza de Cataluña