Los partidos y sus males: un olvido

Estos dos últimos días, entre aeropuerto y hotel,  he leído dos sábanas sobre los males de nuestros partidos políticos, y sus posibles remedios. Uno lo firmaba Jorge de Esteban en El Mundo, bajo el título “No nos representan” (que el autor entrecomillaba en referencia a la consigna 15-M) y otro, en El País,  lo firmaba Jesús Lizcano, presidente de Transparencia Internacional, con el título “Partidos y corrupción: la hora del cambio”.

Los dos autores escribían largo y tendido sobre lo que se viene llamando desafección hacia los políticos, fenómeno que los barómetros de opinión (CIS) reflejan  al situarse en ellos como tercer problema de España los políticos y los partidos políticos. Para ambos autores  la causa de esa desafección es una y meridiana: los partidos políticos han dejado de representar a los ciudadanos o los ciudadanos han dejado de identificarse con ello. Y ello es debido, y esto es por tanto la causa de la causa,  a su falta de funcionamiento democrático y otras lacras relacionadas sea  con el modus operandi interno y externo de los partidos, sea  con el sistema electoral.

Este análisis, que está muy en boga, tiene sus elementos de realidad, pero también tiene un pequeño gran boquete:  los partidos funcionaban exactamente igual de mal o regular hace ocho o nueve o diez o más años que ahora; el sistema electoral era el mismo hace ocho años y más  que ahora; los controles de la financiación eran menores hace ocho años y más que ahora (en 2007 se aprobó una Ley de financiación de partidos, antes la regulación era mínima).

Pues bien, con todos esos factores nocivos presentes, no existía hace ocho años o más ninguna “desafección” digna de ser nombrada. No había grupos significativos que  clamaran que los diputados “no nos representan”. No se consideraba a los políticos y a los partidos como uno de los principales problemas. ¿Entonces, qué ha cambiado? Muy sencillo: el único factor que ha cambiado notablemente en los últimos seis/siete años es la situación económica.

La desafección hacia los políticos es una consecuencia de la crisis económica, y en  buena parte deriva del peso que ha adquirido la idea de que los políticos han sido los causantes y/o los culpables de la crisis. 

Así que ya pueden hacerse internamente hiperdemocráticos los partidos (¿los quieren asamblearios como ERC?), funcionar por primarias y secundarias, volverse transparentes como el cristal sus finanzas, expulsar y avergonzar públicamente a los  imputados por corrupción. Nada de esto modificará de forma relevante aquel estado de opinión.

El problema es mucho más grave:  la legitimidad del sistema político ha terminado por vincularse estrechamente al desempeño de la economía,  a la capacidad de la economía para generar crecimiento y riqueza. Y, emparejado con ello,  se ha reducido enormemente  la capacidad para aceptar las crisis inevitables del capitalismo.

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Más sobre la prensa, el poder y el maldito mercado

Lo siento por ustedes, pero he escrito sobre ello.

La caída de Pedro J. (En VLC News)

Por una vez, un rumor que circulaba hace tiempo por los mentideros terminó sustanciándose. El director de “El Mundo” fue destituido por el consejo de administración de la empresa propietaria. Prueba de que las hablillas no se las acaban de creer ni quienes las difunden es que el cese de Pedro J. Ramírez fue recibido con general sorpresa. Y, bueno, con un shock comprensible al estar tan estrechamente vinculado el diario a su persona y a su personalidad.

Todo periódico tiene unas señas de identidad, y las de “El Mundo” pueden resumirse, a riesgo de simplificar, en el destape de escándalos relacionados con la política. No voy a hacer la lista ni a valorar si todos estaban fundados. Lo menciono como necesario contexto de las interpretaciones que ha suscitado el cese. (Continuar lectura: http://vlcnews.es/opinion/la-caida-de-pedro-j/ )

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¿La prensa contra el poder?

No me he dedicado a reflexionar de manera sistemática sobre el periodismo. Mis pocas opiniones al respecto no se sustentan en la literatura que existe sobre el tema, sino en mis  gustos. Uno de ellos, algo fundado también en la experiencia, es que el mejor periodismo, hablo del escrito, se hace con directores que están fuera de los focos. Que están, por así decirlo, en el foso de la orquesta, y no sobre el escenario, y nunca en primera línea.

A propósito de la destitución del director de El Mundo, leí una pieza, ya no sé donde, que ensalzaba su personalidad, digamos carismática, y que añadía como elogio que nadie sabe cómo se llaman los directores de un montón de periódicos importantes del mundo, pero que cualquiera sabía en España quién era el director de EM. Yo, por el contrario, creo que lo bueno, que lo mejor,  es justo lo otro: que el nombre de los directores del  New York Times, del Times, del WSJ, del FAZ, del FT, de Le Monde, etc. sea prácticamente desconocido para el gran público. Porque lo relevante es el producto. Y que un director permanezca en un segundo plano también asegura que pueda ser relevado sin que con ello pierda su identidad el periódico. Ese es un problema que ahora tendrá, quizá sólo temporalmente,  El Mundo.

Se ha repetido mucho, en relación a este asunto, que la misión de la prensa, los periódicos, los periodistas es “estar contra el poder”. Hombre, ¿es que la prensa tiene una misión revolucionaria?  Bueno, la tendrá la prensa revolucionaria, que la hubo, y era prensa de partido, pero la misión de la prensa pienso yo que es otra.

El poder al que se refieren, creo, los que repiten la frase,  es el poder político: el Gobierno, los gobiernos. Sin embargo,  no es ése el único poder en liza. Ni siquiera es un poder monolítico. Hay siempre luchas de poder dentro del poder político, y en esas luchas interviene la prensa en pro de una facción y en contra de otra.  Eso es lo que ocurre con mayor frecuencia, no la romántica historia que se cuenta.

Además, hay poderes económicos  ¿o no? Y también la prensa elige a qué facciones defiende o denigra, a veces, muchas veces, a fin de presionar a un gobierno. Como sucedió, por ejemplo, aquí no hace tanto, cuando se barajaba si debía pedirse o no el rescate total a la eurozona. Y así como quienes ocupan el  poder político, en una democracia, lo deciden las urnas, nadie elige a los grupos de intereses y a los lobbies que tratan de marcar la pauta de los gobiernos en esto o en aquello, y que lo hacen  a través de la prensa. ¿Qué es legítimo que lo hagan? Sin duda. Lo único que resalto es que las relaciones entre el poder-los poderes y la prensa son complejas y que la manida frase de “la prensa contra el poder” es un cuento para niños.

El criterio para juzgar si un periódico es malo o bueno no es si está “contra el poder”, ¿contra qué poder, sería la pregunta?, ni tampoco si critica por igual al PP y al PSOE o sus equivalentes. Para mí, el único criterio que decide si un periódico está a la altura de su misión es si proporciona buena o mala información.  Si lo que publica es fiable o no es fiable; además, claro, de legible.   Y eso, que es mucho,  es todo.

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Pete Seeger y su oposición a la guerra…contra Hitler

Hoy fallecía el cantante norteamericano Pete Seeger y su figura ha sido celebrada por alguna prensa, quizá toda, porque estas cosas del mito son transversales. En el diario El País, por poner un ejemplo, se cita a Camus -mal traído para festejar a un comunista- y  se dice que Seeger fue “la gran conciencia de Estados Unidos a través de centenares de canciones, que documentaban las injusticias, las luchas y los sueños de la sociedad civil norteamericana en el siglo XX.”

Por supuesto, se enfatiza su oposición a la guerra de Vietnam, que fue lo que le hizo  popular y lo que sustenta el mito. Pero no se cuenta que también se opuso a otra guerra: a la guerra contra la Alemania nazi. Y se opuso a que los Estados Unidos entraran en guerra contra Hitler, no porque fuera un pacifista, un hippie adelantado, un Gandhi de Nueva York, sino porque era un obediente militante del Partido Comunista y siguió la línea del partido tras el pacto entre Hitler y Stalin.

Cuenta el historiador norteamericano Ronald Radosh, que fue él mismo comunista y en su infancia conoció a Seeger, que el cantante grabó en aquellas circunstancias -media Europa invadida por los nazis-  un álbum con canciones que instaban a no intervenir  porque eso suponía  ayudar al imperialismo británico, y en las que Roosevelt aparecía como un fascista belicista a sueldo del banquero J.P.Morgan.   ”Odio la guerra, como también la odia Eleanor (Roosevelt), y no estaremos a salvo hasta que todo el mundo esté muerto”, cantaba en uno de los temas.

La mala pata es que el álbum salió en 1941 pocas semanas antes de que Hitler rompiera su pacto con el padrecito Stalin e invadiera la Unión Soviética. Este acontecimiento provocó, naturalmente, un nuevo y fulminante cambio de la línea del partido. Ahora sí que Estados Unidos debía intervenir en la guerra. De manera que Seeger y sus camaradas retiraron el álbum recién producido, destruyeron las copias que pudieron y dejaron sólo unas cuantas para la posteridad. ( Ver “Songs for John Doe”: http://en.wikipedia.org/wiki/Songs_for_John_Doe ).

El siguiente álbum de Seeger -entonces en el grupo Almanac Singers- se llamó, significativamente, “Dear Mr. President”. Ahí Seeger cantaba: “Querido señor presidente, yo sé que no hemos estado siempre de acuerdo en el pasado”.

(La anécdota aparece en Commies, a Journey through the Old Left, the New Left and the Leftover Left, de Ronald Radosh, 2001.)

Pete Seeger dejó el partido años después, pero su más dura crítica a la era de Stalin, según cuenta su biógrafo, David King Dunaway, fue que había sido un “awful lot of rough stuff”.

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¿Estaba el hombre protestante predestinado a ser capitalista?

Cito extensamente a Jacques Barzun, de nuevo, por su capacidad sintética, en su gran obra  ”Del amanecer a la decadencia”, que empieza, justamente con  la revolución protestante (aunque suele denominarse Reforma, dice el autor, la secuencia de acontecimientos que comienza a principios del s. XVI y finaliza -si es que ha finalizado-más de un siglo después, tiene todas las características de una revolución: transferencia violenta de poder y propiedad,  en nombre de una idea).

¿Estaba el hombre protestante -temeroso de Dios, alma angustiada- realmente predestinado a ser capitalista?, pregunta Barzun, yo diría que con alguna sorna. Bien, el sociólogo Max Weber y el socialista R.H. Tawney escribieron obras cuasi clásicas que ofrecieron explicaciones complementarias de esa supuesta conexión cultural.

Ambos fundamentaron su tesis en razones sociales y psicológicas: el protestantismo, porque no deja al creyente duda alguna sobre su salvación pero condiciona la posibilidad de gracia, le anima a actuar como si  ya fuera un elegido; a ser sobrio, serio y trabajador. Su código moral le induce a calcular en todo momento: es el hombre de negocios ideal.  En la Tierra y el más allá se enfrenta al riesgo con fortaleza, mientras adopta toda clase de precauciones sensatas. El católico, por el contrario, es calmoso, compra su tránsito espiritual mediante “obras” simbólicas que no tienen efecto práctico en la Tierra. Lejos de alabar el trabajo de verdad, lo considera la maldición de Adán. Su Iglesia condena, por considerarlo usura, cualquier interés cobrado sobre un préstamo. Y el hombre modélico no es el que logra éxitos materiales: ser pobre y humilde es la marca de la santidad.

Hasta aquí lo esencial de las tesis de Weber y Tawney. Ahora vienen los problemas.

La idea de Weber del “ascetismo” de los puritanos es una exageración tanto verbal como factual, dice Barzun.  Pero lo más importante: el capitalismo antecede en mucho tiempo a la revolución protestante y, por tanto, debe tener algún “espíritu” en época anterior. La usura y el comercio por medio del capital se practicaron en la Edad Media, y hasta los abades medievales prestaban sus fondos excedentes con intereses -si no eran superiores al 10 por ciento recibían dispensa del pecado de usura.

Las prácticas bancarias a gran escala florecieron muy pronto en Italia (los Médicis) y no fueron por tanto hijas del protestantismo. Cuando éste surgió, fue en Italia donde menos logró avanzar. Por otro lado, tanto Lutero como Calvino atacaron el lucro y deploraron “el materialismo de la época”. (Toda época es “materialista” y digna de ser deplorada, agrega con toda razón nuestro autor.) Los que se embarcaron en empresas capitalistas en el siglo XVI no iban espoleados por las enseñanzas de Calvino o Lutero. A lo largo del XVII, los predicadores de todas partes denunciaron la usura y el afán de lucro.

Para rematar: los países recientemente protestantes no estaban a la cabeza de Europa en progreso económico. La Francia católica superaba a todos los demás hasta que sus costosas guerras de fines del XVII frenaron su prosperidad. En cuanto a las grandes ciudades del norte de Alemania, de los Países Bajos y del Báltico, su comercio ya era floreciente mucho antes de que les llegaran las ideas de los reformadores.

Y hasta aquí el apunte.

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