Hace unos días, aparecía en El País un artículo de Víctor Lapuente Giné con el título de este post: “Una mirada crítica a nuestro periodismo” (http://elpais.com/elpais/2014/04/25/opinion/1398439742_940322.html).
Yo suscribo casi todo, por no decir todo, lo que expone ahí el autor, pero aunque estuviera en parcial o pleno desacuerdo, recomendaría su lectura por una sencilla razón: no conozco otro intento reciente de analizar el estado de nuestro periodismo.
En la prensa suele tenerse como norma que el periodismo no es tema. Los hay convencidos de que no interesa a nadie, de que son batallitas de periodistas que aburren soberanamente a los lectores, oyentes, telespectadores y demás. Y sí, eso es muy posible, pero igual aburren, ¿o no?, tantos asuntos que se tratan en la prensa.
Lapuente encontraba tres sesgos inducidos por lo que llama la visión “sacerdotal” que predomina en la forma de hacer periodismo en España:
1. El periodista prioriza las declaraciones de los políticos a costa de asuntos sustantivamente más relevantes. 2. Cuando trata asuntos sustantivamente relevantes, otorga demasiada responsabilidad sobre el devenir de los mismos a los políticos, vistos casi como seres omniscientes y omnipotentes, a expensas del papel de otros actores clave (como usuarios, profesionales o expertos). 3. El análisis periodístico de la noticia tiende a construir discursos abstractos en lugar de un contraste de alternativas políticas concretas y factibles.
Alguna vez he escrito yo misma, modestamente, que en España tenemos una política declarativa y un periodismo declarativo, que eso sí que es lo más aburrido que puedes echarte al coleto.
La cuestión es que estos y otros defectos del periodismo español de hoy en día tienen consecuencias. La más dañina es ésta que exponía muy didácticamente Lapuente:
En demasiadas ocasiones, los ciudadanos españoles no reciben un contraste de ventajas e inconvenientes sobre cursos de acción alternativos, sino un choque improductivo de cosmovisiones del mundo. Por ejemplo, en cuanto se sospecha que una reforma huele a derechas, movemos la discusión al terreno de la especulación progresista vaga: que si forma parte de una “agenda oculta” para desmantelar el Estado de bienestar, que si es una expresión más del “triunfo del neoliberalismo” o de la “incapacidad de la socialdemocracia para presentar una alternativa”, etcétera. Esta abstracción contribuye a que la mayoría de reformas que nuestro país necesita queden desprestigiadas rápidamente en el debate público.
En resumen, nuestro periodismo —demasiado declarativo, demasiado jerárquico y demasiado abstracto— es un factor más que ayuda a entender la paradójica situación de que, en medio de una crisis tan brutal a todos los niveles, España se haya reformado tan poquito.
Yo aún diría más, por enredar: el estado de nuestro periodismo es, junto con el estado de nuestra política, que ambos circulan por las mismas vías, el factor que ayuda a entender por qué no se ha entendido: por qué muchos ciudadanos se han quedado sin entender prácticamente nada de la crisis y, en consecuencia, por qué gozan de predicamento las “soluciones” más increíbles, más imposibles y más contradictorias.
No es sólo que el periodismo, en los años de la crisis, haya abonado el terreno para los demagogos; es que el periodismo (salvadas las honrosas excepciones, etcétera) ha ocupado ese terreno.