El espejismo cosmopolita

En una ocasión, tuve una visión del futuro. Fue, seguramente,  en 1987 y en Ginebra, ciudad donde residí un  otoño-invierno-primavera. Una tarde, en un piso,  coincidimos  una docena o más de personas de distintas nacionalidades europeas.  Una reunión internacional no era infrecuente en la ciudad,  pero lo habitual en tales casos era elegir como lingua franca, la del lugar, el francés. En aquella particular ocasión, sin embargo, ocurrió que todos los reunidos hablaban todos los idiomas nativos de los presentes y los usaron a la vez.

El francés, el inglés, el alemán y el español, y creo que también algo de italiano,  se mezclaban fluidamente en la charla, pasándose de un idioma al otro  incluso en la misma frase. Tras un rato dentro de aquella Babel en la que todo el mundo se entendía, salí. No realmente, porque continué en la sala, pero tomé  distancia;  pasé de estar implicada en una de las conversaciones a ser espectadora del conjunto. Al escuchar el zumbido del enjambre idiomático  tuve una sensación de euforia. La música de aquel esperanto espontáneo era sorprendente, divertida, original, y aunque bordeaba el caos, era armónica; era como una inspirada improvisación jazzística.

Vino entonces la visión. Uno quiere darle fijación y  permanencia a aquello que  le place. Pensé: así hablaremos los europeos y así seremos. Dentro de no mucho tiempo. Di por hecho que aquella mezcla de idiomas de la que estaba siendo testigo no sólo era el futuro idioma europeo, sino también el signo de una especie de conciencia posnacional, una que no entrañaba desprecio de las características nacionales, pero que permitía  mixturarlas, unirlas, trascenderlas. Era como formar un equipo con  lo mejor de cada casa. Sí, cada uno tendría su idioma nativo, su pasaporte nacional y todo lo demás, pero las fronteras y las identidades estancas no existirían: uno era español, sin duda y a mucha honra, pero no iba a encerrarse en ello.

Yo no estaba viendo el futuro, claro. Sólo estaba con un grupo de gente cosmopolita. No sospechaba, de tan natural que me parecía aquella evolución,  que la extensión del cosmopolitismo en modo alguno servía de freno al repliegue en pequeñas, cerradas, tribales, excluyentes  identidades, que tenía lugar al tiempo que las viejas naciones, ya apagadas sus antiguas voces orgullosas y altaneras, diluían su identidad.

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De cómo ha ganado en Escocia, dicen, el señor Durán Lleida

¿Quién  ha ganado?

José García Domínguez  (ABC-Cataluña)

Lea estos días la prensa bienpensante, igual la catalana que la madrileña, quien aún dude sobre la veracidad de aquello tan célebre que predicaba Chesterton, a saber, que el periodismo consiste en informar de que Lord Jones ha muerto a personas que no tenían ni la más remota idea de que Lord Jones estuviese vivo. Y es que, de creer a los más ilustres alfareros de la opinión pública hispana, el referéndum de Escocia lo ha ganado cierta “tercera vía”, entelequia conceptual que nadie, empezando por sus entusiastas publicistas mediáticos, sabe en qué consiste. Uno, en su cándida ingenuidad, pensaba que había triunfado el no. Pero, al parecer, anda uno del todo errado. Porque quien se ha impuesto en las urnas de Edimburgo y alrededores ha sido el señor Duran Lleida.

(Continuar lectura: http://www.abc.es/catalunya/20140921/abci-dominguez-201409201753.html )

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El caso de “Victus” y el Instituto Cervantes

¡Vuelve la censura!

José García Domínguez (En ABC-Cataluña)

Tenía razón Mendoza, Barcelona encarna en verdad la genuina ciudad de los prodigios. ¿Y es que acaso recuerda alguien al Dalai Lama lloriqueando en las portadas de la canallesca por el agravio horrible de que el Gobierno de la opresora China no se prestase a servir un vinito y los preceptivos canapés en la presentación de alguno de sus libros? ¿Viose a un solo publicista literario de la insurgencia palestina denunciando airado que Israel no subvenciona con suficientes caudales públicos hebreos sus iracundos libelos judeófobos? ¿Tal vez consta en los anales que Nelson Mandela solicitó becas de creación o cholletes parejos al régimen de Pretoria en tiempos del «apartheid»? ¿Desde cuándo los aborígenes cruelmente oprimidos por potencias coloniales se plantan ante las cámaras de la tele autonómica para clamar que el Instituto Cervantes no se presta a hacer el marketing gratis de sus novelitas de tercera regional? ¿Desde cuándo el Reino de España tiene entre sus obligaciones inexcusables cooperar con sus medios todos para que el escribidor Sánchez Píñol gane – aún más – dinero con una muy burda falsificación propagandística de lo acontecido en la Guerra de Sucesión? ¿Desde cuándo nos presumen tontos?

(Seguir leyendo: http://www.abc.es/catalunya/20140907/abci-dominguez-201409071254.html )

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Tópicos a revisar: Una pyme es buena, una gran empresa es mala

Hay tópicos que uno repite, más que nada fiado de que todo quisque lo dice, hasta que llega un momento, a saber por qué, en que el repetidor del tópico se pregunta si no estará equivocado o será una tontería eso que ha venido dando por sentado y cierto. Este proceso lo he experimentado en muchas ocasiones, así que no me ha pillado de nuevas encontrar argumentos que cuestionan uno de los tópicos tradicionales de la economía política española: la querencia por las pequeñas y medianas empresas.

Quiere el tópico que las pymes sean, no ya el tipo de empresa más abundante en España, que lo son, sino el mejor, el fetén, el que debe ser apoyado por encima de todo, en particular por los gobiernos de turno a través de ventajas fiscales, bonificaciones, etcétera. El respaldo es muy evidente en el discurso. De hecho no se oirá decir a un ministro o un portavoz de partido que hay que respaldar con ventajas de algún tipo a las grandes empresas (aunque luego quizá lo hagan). En cambio, todo son parabienes, halagos y proyectos de apoyo a las pymes, casi siempre con el argumento de que son ellas las que generan más puestos de trabajo en España.

No se le escapará al observador que hay un subtexto en ese hacerles la pelota a las pymes, y que el subtexto tiene que ver con un sentimiento que se supone dominante en la opinión pública española. Las grandes empresas serían, de acuerdo con ese sentir, capitalistas, explotadoras, multinacionales, ergo malas, mientras que las pequeñas serían como aquellas entrañables tiendas de ultramarinos de la esquina: pequeños negocios que dan de vivir a una familia y a unos cuantos empleados, y que son en definitiva como familias, donde las relaciones trabajador-patrón son fraternales y cooperativas. O sea, buenas.

Dicho de otra forma, el cariño y la simpatía que se les tiene a las pymes en España obedece a que se las ve como no-capitalistas. Un trasfondo que también explica seguramente que se haya dado en llamar “emprendedores” a los empresarios. “Empresario” tiene connotaciones negativas en ese imaginario nuestro tan permeado por un anticapitalismo premoderno. Lo mismo sucede, dicho sea de paso, con “hacer negocio”. Esto está mal visto, y basta decirlo para descalificar al que lo pretende. La paradoja de estos sentimientos es que son pocos los españoles que no quieren ganar dinero, pero muchos los que no quieren/no les gusta  que lo ganen los demás.

El problema con las simpáticas pymes españolas es que son poco competitivas y poco productivas. El hecho de que conformen la mayoría de nuestro tejido empresarial es una de las razones de la escasa productividad de nuestra economía. En el blog Politikon, Roger Senserrich le ha dedicado al asunto un par de apuntes muy recomendables que pongo aquí, a ver si vamos cayendo del guindo (incluido el ministro):

La obsesión con las Pymes: http://politikon.es/2011/09/13/la-obsesion-con-las-pymes/ (hay un enlace a un cuadro de la OCDE que ya no funciona)

De productividades, empresas y países: http://politikon.es/2011/06/08/de-productividades-empresas-y-paises/

No somos los únicos que fomentan las pymes y desincentivan la creación de empresas más grandes. Francia cojea también de ese pie. En este artículo del New York Times explican cómo un “emprendedor” (un escalador que montó una empresa de limpieza y reparación de fachadas) tuvo que crear varias empresas distintas para evitar los costes que entraña tener una empresa con más de 49 empleados.

The Number that Many French Businesses Fear: http://www.nytimes.com/2014/07/24/business/international/the-number-that-many-french-businesses-fear.html?module=Search&mabReward=relbias%3As%2C%7B%221%22%3A%22RI%3A6%22%7D

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¿Hay inflación de títulos universitarios?

¿Hay  inflación de títulos universitarios?*

En los años sesenta y setenta, muchas familias de la nueva clase media española se pudieron permitir, por fin, enviar a sus hijos a la Universidad. Padres que apenas habían podido estudiar consiguieron así, con no poco trabajo y sacrificio, que sus retoños accedieran a un nivel de formación con el que ellos ni siquiera habían soñado. Estudiar, y más en la Universidad, sólo había estado al alcance de una minoría.

El propósito de aquellas familias era muy comprensible y loable. Un título universitario abría la puerta a bienes tales como un trabajo mejor, un nivel de vida superior y  reconocimiento social. Tener un hijo universitario era un orgullo para unas familias que  habían decidido invertir mucho en educación. No un orgullo envanecido,  sino la satisfacción por que los hijos superasen una larga y difícil prueba que requiere  de cualidades específicas y de un gran esfuerzo sostenido.

Insisto en el esfuerzo que implica el estudio,  por lo infravalorado que está  hoy, como si estudiar fuese lo más fácil del mundo y el estudiante disfrutara de una vida regalada. Un  menosprecio al que ha contribuido la constante rebaja del listón de la exigencia en  el sistema educativo. Cuando en nombre de la igualdad, o para evitar problemas, se aprueba a alumnos que no lo merecen, se hace un flaco favor  al valor del título,  al propio alumno y a la sociedad.

En la época de la que hablaba, las familias deseaban que los hijos  estudiaran una carrera, pero al tiempo tenían muy claro que no todos disponían de las cualidades adecuadas. En mi infancia, he oído decir muchas veces  aquello de que Fulanito “no vale para estudiar”. Pegar los codos a la mesa,  concentrarse en los libros, atender en clase, no se le daba bien y había que buscarle otra salida.  Si alguien dijera hoy eso, ¡uf!,  le tacharían de elitista o clasista. Pero tenían razón aquellos padres: no todo el mundo  vale para estudiar, como no todo el mundo vale para ser artista.

A medida que se eliminaron filtros de selección, la “masificación universitaria” fue a más y se comenzó a hablar de inflación de títulos. Si acudimos al último informe de la OCDE, “Education at a glance 2013”,  en España  un 32 por ciento de personas, entre 25 y 64 años, dispone de  títulos superiores. Menos que Estados Unidos, Reino Unido, Finlandia o Noruega. Pero más, ¡atención!, que Alemania (28%),  Francia (30%) o Italia (15%).

Con ese 32 por ciento de personas con estudios superiores estamos en el promedio de la OCDE, por lo que podemos decir que el problema no es la tan comentada inflación de títulos. Pero veamos otro aspecto de la cuestión. Cuando el número de licenciados rebasa cierto umbral, habrá cada vez más personas que quieran serlo, puesto que carecer de una licenciatura, cuando  la tiene ya tanta gente,  no es la mejor carta de presentación para un trabajo. 

El economista coreano Ha-Joon Chang, profesor en Cambridge, ha comparado este fenómeno con lo que sucede en un teatro cuando unos espectadores se ponen de pie para ver mejor el escenario. Si más y más espectadores se levantan,  acabarán por levantarse todos. El resultado es que “nadie ve el escenario mejor que antes, pero todos están más incómodos”.

En España, como en otros países que sucumbieron a esa dinámica, está ocurriendo exactamente eso. La licenciatura tiende a  convertirse en requisito mínimo, como antaño el Bachillerato, y la única manera de diferenciarse respecto de la “masa” de licenciados es hacer masters o doctorados. Ese proceso conduce a la devaluación del título de licenciado. 

De los buenos propósitos de aquellas familias que deseaban que sus hijos progresaran, llegamos a una situación en la que ser universitario ni significa gran cosa ni garantiza el progreso. Es más, no pocos estudiantes habrán perdido el tiempo y malgastado su esfuerzo en el empeño. Así que habrá que corregir esa tendencia. Una forma de hacerlo es mejorar las alternativas a la titulación universitaria y prestigiarlas, ya que la formación profesional ha quedado como la opción para aquellos, pobrecitos, que no pueden hacer otra cosa.

Alemania dispone de un porcentaje menor de titulados universitarios que nosotros. Uno de los motivos es que allí la formación profesional no lleva estigma ni se asocia con los fracasados. Valga el ejemplo de un matrimonio alemán, padres de unos amigos. El padre es abogado y la madre médico. Me dijeron que no habían presionado a sus hijos para que fueran a la Universidad, y de hecho no fue ninguno de los tres. Uno se hizo carpintero,  otro lutier y la hija, enfermera. Kein Problem.

Por lo demás, no olvidemos que nuestro gran problema educativo no está en la franja superior, sino en la media. Casi la mitad de la población, un 46 por ciento, según el informe de la OCDE,  tiene únicamente estudios primarios, si es que los completa. Es ahí donde dejamos de parecernos a los países europeos y nos acercamos a los países en vías de desarrollo. Ah, la olvidada y depreciada enseñanza media.

*Publicado en VLCNews, 30-06-2013

 

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