El Café Comercial

Si tiemblan y cierran los grandes diarios venerables, ¿cómo no van a cerrar los antiguos y venerables cafés? Y tal vez,  aunque está dicho a vuelapluma, una cosa y la otra tengan que ver. Antes se iba al café, entre otras muchas cosas,  a leer los periódicos.

Los viejos cafés de las ciudades europeas han ido desapareciendo poco a poco o en oleadas y ahora le ha llegado el último turno, el turno del cierre,  al Café Comercial de Madrid. Parece que el motivo es simple: las propietarias se jubilan. Ignoro si intentaron traspasarlo y no lo lograron. Madrid pierde, en cualquier caso, uno de los pocos cafés antiguos que habían conseguido sobrevivir.

En los setenta, que fue cuando yo conocí el Comercial, el café tenía aún una clientela de hombres mayores, pero  la juventud estudiantil, más o menos politizada, más o menos culturizada, lo había adoptado como lugar preferente para quedar, charlar con los amigos, leer o pasar el rato sin más.

Los camareros eran intratables: tardaban todo lo que podían en atendernos, nos miraban con aversión y si nos hablaban, cosa que procuraban evitar, era de forma brusca y grosera. La señora que vendía tabaco,  apostada delante de los baños como una centinela,  ojeaba al que pretendía entrar como si fuera a llevarse algo de aquellos retretes infames. Y para concluir con los horrores, el café era de mala calidad.

Sin embargo, todo eso se soportaba sólo por estar en aquel espacio de otra época, con sus sillones de color mostaza, sus sillas de madera desportilladas, sus mesas con tapas de mármol negro veteado de blanco, y sobre todo, aquellos espejos que cubrían las paredes del fondo, reflejaban la luz de las lámparas y  le permitían a uno ver (o espiar) quién estaba en tal mesa o tal otra.

En Madrid, por entonces, sólo teníamos el Comercial. Al Gijón no íbamos nunca; era un sitio estirado y pretencioso en el que la clientela parecía presumir de estar allí. Y el Lyon, que abría sus dos salones a la calle Alcalá, frente al edificio de Correos, en Cibeles, tenía un toque siniestro, aunque a cambio estaba más tranquilo que el Comercial. Pero el lugar de reunión era el Comercial,  al que yo iba contraviniendo las normas de la clandestinidad: se suponía que había allí agentes de la social, inspeccionando a la “oposición antifranquista”. Pero ¿qué importaba? Había tardes que en el salón del Comercial no cabía un alfiler, el murmullo de las conversaciones era un torrente,  y los camareros estaban más avinagrados que nunca.

Han desaparecido viejos cafés en todas partes. Hasta en Viena. Leo que en 2009 el café Ritter, que abrió en 1867, estuvo a punto de cerrar y de que ocupara su espacio  una tienda de ropa de H&M, pero se salvó por la campanada -por una campaña en Facebook- y que un nuevo propietario se hizo cargo de él. (http://www.travelandleisure.com/articles/saving-the-vienna-coffee-houses )

No obstante, en España no sólo han desaparecido: se han extinguido. No sé si en Barcelona queda uno, si queda. En Madrid, cerrado el Comercial, han de quedar dos o tres. España, que fue un país de cafés porque el café era el refugio del habitante de casas inhabitables y por otras cosas, es también un país de saltos, de rupturas y de adanismos, afectado por el complejo de que no es suficientemente moderno, proclive a apuntarse a la última moda y a tirar las antiguallas al vertedero. Y yo no puedo dejar de pensar que el escaso aprecio al pasado y a sus vestigios que ha mostrado tantas veces y en tantas cosas la España contemporánea es también causa de la extinción de los viejos cafés venerables.

 

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Lincoln y el purismo en política

“Lincoln” es una buenísima película de Spielberg y una película que deberían ver y estudiar todos los puristas de la política. Hubo estos pasados días una oportunidad para verla o verla de nuevo en algunas cadenas de televisión.

El presidente Lincoln, como es sabido y relata la película, logró que se aprobara una XIII Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos prohibiendo la esclavitud gracias a una serie de maniobras sucias, entre las que sobresale el soborno (no en metálico, pero sí mediante oferta de empleos) de unos cuantos congresistas del partido Demócrata. Recuérdese que Lincoln era del partido Republicano y que el partido Demócrata entonces era “esclavista”.

Además de ofrecerles esto y lo otro a aquellos congresistas para que votaran a favor de la enmienda, Lincoln tuvo que convencer a las facciones conservadora y radical de su propio partido. La parte más interesante de esa labor de persuasión, y quizá la escena con mayor enjundia política de la película, es la conversación que mantiene con el líder de la facción radical, el congresista Thadeus Stevens.

Stevens no sólo quiere abolir la esclavitud. Quiere ir mucho más lejos, declarar la igualdad de razas, expropiar las tierras de los rebeldes de la Confederación y entregárselas a agricultores negros, establecer tribunales revolucionarios, y todo un programa, en fin, de máximos. Lincoln le pide que modere su discurso cuando vaya a defender la enmienda para que su radicalidad no asuste a los poco convencidos partidarios del sí, y se pierda de ese modo, por culpa de una soflama,  la ocasión única e histórica de abolir la esclavitud.

Un Stevens airado le responde que no puede ni piensa renunciar a las posiciones que viene defendiendo desde hace años, y habla de la brújula interior que le guía para llegar adonde es preciso llegar en tan trascendental asunto.

El presidente le deja despotricar y después habla. Le dice que, a tenor de su experiencia, la brújula es un instrumento que indica donde está el norte, pero solo eso. La brújula no indica absolutamente nada sobre las características del terreno que hay que atravesar para llegar allí. La brújula no dice nada sobre los pantanos, los desiertos o los precipicios que puede haber en el camino. Pero  -prosigue Lincoln- si uno se lanza hacia el norte en completa ignorancia de esos obstáculos, sin tenerlos en cuenta, lo más probable es que le corten el paso y no llegue jamás al norte.

El purismo en política da por hecho que las causas son un norte hacia el que lanzarse sin escalas. El purismo en política se fortifica en las causas y no admite compromisos, transacciones,  medias tintas ni parches. Lo quiere todo y lo quiere ahora. Como un niño que no reconoce la diferencia entre la realidad y sus deseos. El resultado de una práctica política de esa clase no es meramente que fracasen quienes la llevan a cabo. Eso es lo de menos. Lo peor es que pueden hacer fracasar, como en el caso de aquella XIII enmienda, una buena causa.

En España tenemos un montón de personaje, personajes, políticos y aprendices de tal que están llamando a ir hacia uno u otro norte. Hay mucho predicador  de grandes propósitos, de grandes remedios, de objetivos espectaculares. Y hay, en cambio, muy pocos rastreadores del terreno.

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La radical novedad fue Ciudadanos

Cumplidos diez años de aquel manifiesto fundacional de Ciudadanos-partido de la Ciudadanía, cumple recapacitar sobre la miopía, no de los fundadores, desde luego, sino de los observadores que ni entonces ni ahora apreciaron la novedad que representaba C’s. Y no por sus características organizativas ni cualesquiera otros rasgos superficiales, comunicativos o mediáticos,  como los que tanto hechizan al observador medio de Podemos (tanto que lo ve como la gran y rompedora novedad de la política española de este tiempo). No. La novedad de C’s fue menos vistosa y menos frívola, y por eso pasó y pasa mucho más desapercibida.

Pero C´s, como poco después UPyD, rompieron ruidosamente con una tendencia que había marcado a la izquierda española (ámbito del que procedían el grueso de los promotores de ambos partidos) desde los tiempos de la dictadura:  su aceptación gustosa del relato del nacionalismo periférico sobre España: España opresora, cárcel de pueblos, etcétera; y su visión de que era  natural como la vida misma la alianza entre la izquierda y los nacionalistas, o por lo menos una afinidad que permitía franquear, incluso, la inviolable frontera entre  izquierda y derecha. Igual para un individuo que para un partido de izquierdas, CiU y PNV, por muy de derechas que fueran, eran civilizados y  cool.

Para la izquierda española, en fin, la defensa de la unidad de España, hasta hablar de España como si (existiera), era  cosa de fachas. Por eso la sorpresa, la novedad que representó C’s: unos señores y señoras, intelectuales para más inri, que no tenían una mota de caspa, que habían estado en algún momento o estaban aún en territorios que la izquierda consideraba suyos, salían al estrado, hablaban de España con naturalidad,  denunciaban las miserias (y las riquezas ilícitas) del nacionalismo  y montaban un partido con el propósito de combatirlo con las armas democráticas.

Esto no había sucedido antes. Era la señal de una ruptura, y de un cambio de fondo.  Y por eso mismo, por su radical novedad, no se percibió como tal. Que es, por otro lado, lo que pasa siempre.

 

 

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El discreto encanto de las coaliciones

Hace semanas, meses quizá, había un sondeo de Metroscopia en El País acompañado de un análisis de clima social que indicaba que una mayoría de votantes deseaba que en lugar de un partido hegemónico hubiera una fragmentación que forzara a la negociación y el acuerdo entre distintos partidos. Es sabido que una cosa son los deseos y otra la realidad, o por ceñirme al caso, que una cosa es que el electorado desee un multipartidismo con pactos y otra que le plazca luego el resultado de tal situación. Por esa disonancia habitual y por el escaso entusiasmo que despertaron las experiencias de gobiernos de coalición en varias autonomía españoles, yo tendía una vez más al escepticismo: los votante querrán entendimiento, ¿quién no?, pero cuando el entendimiento pase de las musas al teatro,  ya no les gustará tanto la función.

Aún así, hay argumentos sólidos y fundados para sostener que los gobiernos de coalición suelen dar mejores resultados que aquellos de un solo partido. El profesor Víctor Lapuente, del Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, ha publicado un artículo muy convincente al respecto.  ”Elogio de la fragmentación política”: http://elpais.com/elpais/2015/05/14/opinion/1431618262_958817.html

Por resumir mucho, Lapuente, basándose en estudios realizados, afirma que los gobiernos de coalición tienden a ser más reformistas, menos corruptos y más capaces de robustecer el Estado de bienestar. Insisto:  sus argumentos son buenos. Aunque tropiecen en el caso español con las experiencias antes citadas: los pentapartitos, tripartitos, bipartitos que hemos tenido en autonomías españolas no son buen ejemplo ni dejaron tampoco buen recuerdo. Pero si uno sale de España, también encuentra malos ejemplos (aunque los haya buenos en los países nórdicos) y sobre todo encuentra ejemplos de partidos que fueron barridos del mapa electoral después de coaligarse con otro más fuerte:  los liberales alemanes (FDP) o los liberal-demócratas británicos de Nick Clegg.

En el programa de radio El Búho tuvimos la oportunidad, este martes, 19 de mayo, de hablar con Lapuente sobre su artículo.  Yo le pregunté, justamente, sobre eso: sobre el  coste que han tenido los gobiernos de coalición para el partido minoritario. Coste que, sin duda, preocupa ya mismo a partidos como Ciudadanos, al punto de que ha declarado que no participará en ningún gobierno que no presida.

La respuesta de Lapuente tiene mucho interés. Lo que dijo fue que esos partidos han de encontrar su “nicho de mercado”: especializarse, en otras palabras. Como han hecho, por ejemplo, partidos minoritarios de países nórdicos. Citó el caso de un partido “especializado”, por así decirlo, en el sistema educativo. Ese es su nicho, y se le vota o deja de votar en función de los avances/retrocesos que logra en ese ámbito.

Su idea tiene sentido: los partidos mayoritarios son como las grandes superficies comerciales. Tienen de todo, ofrecen de todo. Los partidos minoritarios pueden naturalmente imitar a las grandes superficies, y tener y ofrecer de todo. Pero no es probable que logren hacerle la competencia al gran comercio y llevarse a toda su clientela. De ahí que lo que debieran hacer es lo mismo que ha hecho el comercio pequeño para sobrevivir: especializarse, centrarse en unos pocos productos, y extremar la calidad.

A día de hoy, sin embargo, nuestros potenciales partidos bisagra están en otra historia. Quieren ser como los grandes. Aun más: quieren ser los grandes. Creen o dicen creer que pueden ser los primeros, cantar bingo y llevarse el gordo.  Alguno hay que se vio ya en La Moncloa y luego se ha visto en los arrabales. Pero están en la ambición. Y por estar en la ambición (desmedida y no realista) igual pierden la oportunidad.

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La caída de Saigón

El 30 de abril de 1975, las fuerzas de Vietnam del Norte y del Vietcong tomaron Saigón, la capital sudvietnamita, y forzaron  la rendición de Vietnam del Sur. Fue el final de  la guerra de Vietnam.  De aquel día de hace cuarenta años han quedado en la retina mediática las imágenes de los helicópteros que evacuaban al personal de la embajada americana,  aunque  los helicópteros evacuaron también al mismo tiempo a miles de refugiados vietnamitas (no a todos, mucho se quedaron a merced de los nuevos dueños de Saigón y Vietnam del Sur).

Pero era la imagen apropiada al balance: Estados Unidos había perdido y huía. En realidad, había huido dos años antes: en 1973 puso fin a su intervención militar en Vietnam (acuerdos de París) y dejó al régimen sudvietnamita solo ante el peligro. El presidente de Vietnam del Sur, Van Thieu, pidió desesperado ayuda al presidente de EEUU, Gerald Ford, en la primavera del 75.  Ya no era posible.  La huida mostraba no sólo la obviedad de que es más fácil involucrarse en guerras que ganarlas, sino también una tendencia norteamericana.

La guerra de Vietnam, más que cualquier otra de la Guerra Fría,  ofrece distintos ángulos, todos ellos cargados de consecuencias. Así, su sinrazón o su razón: aquella teoría de las fichas de dominó que estuvo en la base de esa y otras intervenciones, ¿hasta qué punto se demostró acertada? Porque los que cayeron como fichas de dominó, bien que unos cuantos años después, fueron los regímenes comunistas.

Fue, aunque quién lo diría,  una guerra no declarada: Estados Unidos nunca declaró la guerra a la guerrilla del Vietcong. Y fue, por supuesto, una guerra en la que la información periodística y la opinión pública, ambas vinculadas, acabaron por tener una influencia decisiva en el modo en que el gobierno norteamericano libró la guerra y decidió sobre ella.  Es interesante el  caso de la Ofensiva del Tet. Representa el  punto de inflexión en la percepción de la guerra por parte del público americano, es el momento en que EEUU es percibido como derrotado, a pesar de que la ofensiva no fue un triunfo del Vietcong. Pero los medios percibieron y transmitieron que había sido un triunfo suyo y un desastre para los americanos.

De la oposición a la guerra de Vietnam se nutrieron los movimientos de protesta, básicamente estudiantiles, de mediados de los años 60 en adelante, y de ahí  surgió una Nueva Izquierda (primero y sobre todo en USA), que acabaría con el predominio de los viejos partidos comunistas de obediencia soviética. Pero aquello que con mayor claridad surgió de la guerra de Vietnam fue el anti-americanismo. Vietnam transformó a la potencia benévola que había salvado a Europa del nazismo en la potencia maléfica que bombardeaba a población civil y asesinaba a niños.  Es el papel en el que ha quedado encasillada desde entonces. Y ni siquiera Obama, con todos aquellos grandes propósitos suyos,  ha logrado cambiar eso.

 

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