Por ahí circula que hay leninistas en España. Ahora. El presidente González dijo en una entrevista que los leninistas que hay en España son leninistas 3.0, lo cual es por lo visto un invento de Zizek, o sea, un reinvento. No sé si el presidente González dijo eso para tirarse el moco de que está al día de las mutaciones leninistas o para meter miedo: cuidado, que los del partido Podemos te arman una revolución como la de octubre de 1917.
Yo no sé tampoco qué es ser leninista hoy, cien años después de lo de Octubre. Me da que no significa lo mismo que hace cien años, y que por lo tanto, no hay leninistas, sino tíos que dicen que son leninistas cuando se toman unas cañas con los amigos. El leninismo tiene tanto sentido hoy como el bujarinismo, o el trotskismo. Todo lo que queda de aquello es pura nostalgia de un mundo de ayer, afortunadamente desaparecido. Una nostalgia de la Revolución con mayúscula, adherida a las figuras de unos cuantos revolucionarios que sí la hicieron. Lamentablemente. El leninismo hoy es como mucho una herencia del culto a Lenin, que existió tanto como el culto a la personalidad de Stalin, sólo que el primero surgió después de la muerte del hombre y el segundo fue, por razones tan potentes como el Terror, mientras el hombre estaba en vida.
No debería dar ningún miedo que fueran leninistas los del partido Podemos, siempre que pudieran serlo. Todos los partidos, grupos o grupúsculos que fueron leninistas en los setenta, aquí en España, marxistas-leninistas para redondear la cosa, fracasaron estrepitosamente: en sus análisis, en sus predicciones, en sus pronósticos. Su praxis política los mantuvo en la más estricta marginalidad. El leninismo no fue factor de éxito, sino de descalabro. El éxito de Podemos no procede de su leninismo in pectore, sino de su populismo desenfrenado.
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En su agenda de la semana del 25 de febrero al 3 de marzo, José María Marco dedica un comentario a Un sombrero cargado de nieve:
Cristina Losada es una escritora y analista política bien conocida por los lectores de Libertad Digital y los oyentes del magnífico programa El Búho. Acaba de publicar un libro, que ha titulado Un sombrero cargado de nieve en homenaje a un poeta clásico japonés. Se lee de un tirón, casi sin respirar. Es el recuento de los viajes que Cristina Losada emprendió en 1980 y que durante varios años le llevaron alrededor del mundo: desde el primero, que consistió en cruzar toda la Unión Soviética en el Transiberiano (y que luego continúa en Japón, Hong Kong y Filipinas), hasta otro que acabó en Ginebra, pasando por Ecuador, Chile, Nueva Zelanda y el norte y el centro de África… No hay que esperar un libro de recuerdos amables, ni exaltación alguna del esfuerzo o las barreras vencidas. Son viajes que no van a ninguna parte porque Cristina los emprende sin objetivo preciso ni nada parecido a un plan o un proyecto de vida. Ahora bien, una vez que se le ha cogido gusto (un poco amargo) a eso de sentirse extranjero, ya no hay vuelta atrás. No porque lo demás sea insípido, que no lo es (y Cristina Losada nunca habla mal de su país) sino porque no hay forma de recuperar esa sensación, aparentemente natural, de estar en la propia casa. Y pasados los años, tampoco se renueva la exaltación, discreta pero intensa, que daba el sentirse verdaderamente extranjero. No sé si es una experiencia muy compartida, aunque una parte de la gente que era joven en los setenta y los ochenta la conoció. Le dejó una huella que no se ha perdido. Haber sabido apuntar a ese estado de ánimo raro, convertido en una forma de vivir, era muy difícil. Un acierto.